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Mis amigos y familia me decían “Ya no lo hagas. Ya no escribas más sobre él. Solamente le das más poder sobre ti”. Quizá tenían razón. Pero a mí no me interesaba quién tuviera el poder… a mí, lo único que me interesaba era deshacerme del dolor. La herida era aún reciente, por lo que en un principio sentí una enorme culpa tras sus acusaciones. Mis intensiones jamás habían sido humillarlo. Quizá tenía razón, y yo no era más que un enemigo que debía recibir su merecido. Pero, ¿era a caso un pecado reflexionar sobre mi experiencia? Pero el tiempo de lamentarse había terminado. Era momento de seguir adelante. Me deshice de los “ … y entonces me dijo, y por eso le dije”. Escribí un último correo en el cual pedía disculpas y entre llantos y sollozos mis temblorosas manos limpiaban las lágrimas que recorrían mis mejillas e irritaban mi piel. Estaba convencida de que sería la última vez que lloraría por él. Sin embargo, algo me faltaba.

Pensar en todo aquello aceleraba mi corazón, cortaba lentamente mi respiración y me producía tormento. Ya no quería vivir en el recuerdo. “¡Basta ya!”, pensé. Logré salir de aquel estado de absoluta ansiedad y me dirigí al baño. El reloj marcaba ya la media noche. Las náuseas, después de tantos meses, volvieron, pero pude contenerlas. Lavé mi cara y mientras me secaba miré fijamente mi reflejo en el espejo. ¿Quién era aquella persona que me observa con tanto detenimiento?  Dicen que los ojos son la puerta del alma, y por ello comencé a sentir curiosidad. ¿Qué era lo que él veía cuando nos mirábamos a los ojos? Quería experimentarlo. Seguí mirando. De pronto, mi boca pintó una pequeña sonrisa. Sentí una gran paz. Mi mirada era dulce y llena de amor. De pronto, sentí que podía verlo a través de mis ojos. Me veía a mí misma y a la vez, lo veía a él. Comprendí entonces por qué sonreía. Experimentar el amor es algo que difícilmente puede expresarse con palabras. No hablo de ser amado, sino de amar. Al verle en mis ojos, sin siquiera pensarlo, mi mirada comenzó a volverse más amorosa. Comprendí entonces que aquella experiencia que parecía estar marcada por el dolor y la desilusión podía ser vista desde otra perspectiva ¡Qué hermoso había sido todo!, ¡Que hermoso había sido amarle!

Después sentí un poco de tristeza ¡Cómo quisiera que él conociera ese sentimiento! No el de ser amado, sino el de amar. Amar a tal grado que jamás podrías hacerle daño al otro. Amar tanto que te es imposible articular una mentira que atente contra la dignidad del ser amado. Amar de manera que seas capaz de confiar ciegamente en el otro ¡Qué sentimiento tan hermoso el de dormir en paz todas las noches sabiéndote incapaz de traicionar aquel amor, sabiendo que sería el peor de los errores manchar algo tan bello y tan puro! Ah, ¡y la dicha!… la dicha de amar no puede reemplazarse con nada. No hay placer mundano, logro, ni cantidad de dinero que pueda producir siquiera una gota de aquel océano de amor en el que me había sumergido a su lado. “Ojalá un día pueda sentirse así”, pensé. Yo sabía que el día en que eso sucediera, quizá se acordaría de mí, y de no ser así, al menos sabía que en su rostro se pintaría una gran sonrisa. Su dolor, aunque sea por un instante, cesaría. Cerré mis ojos, e imaginé ese momento. Entonces dejé de sentir dolor, y deseé, con todo mi corazón, que algún día él también tuviera la fortuna de sentirse así. Ojalá algún día pudiera pedir perdón y experimentar la belleza de la redención. Comprendí en aquel momento que la redención sucede cuando se ofrecen las disculpas y cuando se pagan las deudas que acumulamos cuando lastimamos a quienes más nos han amado. Cuando abrí los ojos noté que mi mano se encontraba en mi pecho, sobre mi corazón.

Volví la mirada al espejo y unos segundos después, volví a cerrar los ojos. Era tarde ya, y el sonido de los grillos en la noche era música para mis oídos. Comencé a sentir los latidos de mi corazón en cada rincón de mi cuerpo. Estaba llena de vida. Mi corazón nunca se había sentido tan fuerte. De pronto recordé cuánto amaba las cicatrices. Desde pequeña me parecía fascinante que el cuerpo fuese capaz de sanarse a sí mismo. En medio de aquel momento tan sagrado pude visualizar mi corazón frente a mí, latiendo fuerte y constante, lleno de energía, y marcado por bellas cicatrices. Era todo tan hermoso, había sido todo tan hermoso. Había crecido tanto a su lado. Comprendí entonces que para vivir, había que morir. Volví a sonreír. Por fin había recuperado mi súper poder y en ese momento estaba más viva que nunca.


Dicen que siempre hay dos o más versiones de cada historia, y eso es verdad. Esa es la belleza de las historias, que a pesar de la contradicción que pueda existir entre las distintas versiones de la misma, no por ello dejan de ser reales. Esa es la magia de una historia, porque las historias no son más que nuestra interpretación de la realidad. Nos permiten conectarnos, descubrirnos y reinventarnos.


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One thought on “Cuando el desamor deja de doler

  1. Aveces es difícil que los demás comprendan lo que significan las palabras para nosotros. Escribir es una forma de liberarse, reinventar y sobre todo sanar… Saludos desde Argentina.

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